Si va de cocina italiana, Luchini es nuestro resplandeciente faro. Hoy nos ilumina La Molicie con una propuesta que ofrece platos estelares de siete restaurantes italianos de Madrid («Amigos de la pasta») a través de un bono a disfrutar en un año. Y con precios más que irresistibles. «Piatto ricco, mi ci ficco».
Ante el destrozo que están provocando en el sector la pandemia coronavírica y la pésima gestión sanitaria, política, social y económica de la misma por parte de todos, absolutamente todos, los poderes públicos (in)compententes, a la hostelería no le queda otra que reinventarse y reinventarse. Si el delivery y el take away ya han llegado para quedarse, varios restaurantes italianos de Madrid, bajo el paraguas de la Cámara de Comercio Italiana en España, se han unido ahora en el proyecto “Amigos de la Pasta”.
En “Amigos de la Pasta” participan siete locales capitalinos, cada uno de ellos con una propuesta específica. Adquiriendo un bono de 99 euros en la web amigosdelapasta.com, se podrán tomar dichas propuestas a lo largo del próximo año, bien in situ o bien recurriendo al citado delivery. Las opciones son variadas, desde probar todos y cada uno de ellos hasta repetir y repetir de uno solo hasta cubrir el total. Es decir, cada plato sale por diez euros, bastante por debajo del que sería su precio habitual.
Sirva como ejemplo la del genuinamente romano “Sottosopra” (la casa madre está en Trastevere), que desde hace casi dos años ocupa el local del mítico “El Amparo”: tagliatelle con salsa de cordero, pétalos de alcachofa crujientes y pecorino. Una receta contundente que lleva casi ocho horas de elaboración y cuyos sabores nos trasladan irremediablemente al barrio más castizo de la Ciudad Eterna, ese Testaccio donde se ubicaba el matadero y que rinde culto al “quinto quarto”, esto es, a la casquería. Como siempre digo, un año sin ir a Roma es un año perdido, pero un plato como éste permite viajar, aunque sólo sea durante unos minutos y con el paladar, a la cuna de Rómulo y Remo.
Otro ejemplo son los paccheri con salsa di pomodoro del Sud que prepara el chef cosentino Manfredi Bosco en el cada vez más recomendable “Pante”del barrio de Salamanca. Una suavísima salsa en la que el tomate y otras verduras se cuecen a fuego lento durante un par de horas da como resultado un bocado lleno de matices, en el que se fusionan el ácido y el dulce y al que ni siquiera hace falta añadir parmesano rallado. La elección de una pasta tan grande como los paccheri dificulta notablemente el salteado final con la salsa pero, al mismo tiempo, permite que el plato “sobreviva” durante más tiempo sin pasarse de punto ni perder temperatura, lo que lo hace más que idóneo para pedirlo en servicio de delivery.
El resto de platos que forman parte de la inciativa son: scialatelli con frutos de mar, de “O’Mast”; trofie al pistacho y pizza con “trufa”, de “Choose”; pizza carbonara, de “Kitchen Bar Grazie Mille”; lasagna con funghi porcini de “AvÁnvera”; y un pack para preparar auténtica carbonara (500 g de spaghetti Rummo, 100 g de pecorino romano, 200 de guanciale al pepe Roberto Azzocchi y, naturalmente, 0 g de nata) de “Supermercado Gourmet Just Italia”.
Decía el cantante brasileño Roberto Carlos que él quería tener un millón de amigos. La pasta busca a los suyos…
Regresa triunfal a La MolicieAlberto Luchini. Y lo hace con su última celebración en El Faralló (Dènia), versión 2020 de una comida que compartimos con extravagante alborozo ambos en 2019. Y te digo que fue…
Antes de nada, nobleza obliga, debo reconocer que el copyright del brillante título no es mío sino del renacentista y gran gastrónomo Eric Vernacci, quien me preguntó qué tal había ido una celebración familiar y, tras referirle que había sido en el restaurante El Faralló de Las Rotes de Dénia, respondió con semejante expresión que, en honor a la verdad, no podría estar mejor tirada. Porque a “El Faralló”, que practica, como ellos mismos señalan, “Cuina deniera”, se va a muchas cosas, todas buenas, pero por encima de cualquier otra a disfrutar de las que, si no son las mejores gambas rojas de toda la costa alicantina, están muy cerca de serlo.
Cuatro hermosas unidades de unos 45 gramos cada una son más que suficientes para que dos personas se den un homenaje en toda regla, que el consumo de la gamba, como el del alcohol, ha de ser con moderación… entre otras cosas, porque actualmente se tarifan a 220 euros el kilo. Las de este 2020, vaya usted a saber si por el parón en las capturas que supuso el arresto domiciliario, si por una improbable conjunción astral o si porque alguna alegría nos merecemos en medio de la hecatombe sanitaria y teniendo que padecer a los políticos que padecemos, son las más emocionantes que he probado en las casi dos décadas que llevo visitando este “templo del producto”, tal y como lo clasificaron en su imprescindible libro homónimo Borja Beneyto y Carlos Mateos.
Ligeramente hervidos (a la plancha los dejo para los rusos, la mayoría de los cuales ni siquiera se comen las cabezas), los cuatro bichitos que se ven en la foto conjugaban a la perfección un profundo sabor a mar con el sutilísimo y goloso dulzor que caracteriza a las gambas capturadas en la zona de influencia de la lonja de Dénia. Chupar las cabezas con los ojos cerrados es embarcarse en un viaje sin rumbo cuyo único destino es esa felicidad que tan esquiva nos está resultando en estos extraños y deleznables tiempos.
Teelinas. Pulpo seco. El Faralló. Dènia, Foto: Alberto Luchini.
Pero como no sólo de gambas vive el hombre, básicamente porque dos piezas estimulan el paladar pero no llenan el buche, cuando el espíritu regresa, inevitablemente, a la tierra, hay que completar la comida. Como entrantes, dos fruslerías que no pueden ser más “denieras”: una tellinas (en otras partes de España, coquinas) ligeramente salteadas y sin un solo grano de arena, que son lo más parecido a comer pipas (de mar, bien sûr), y ese pulpo seco que es santo y seña de la ciudad y que en algunas épocas del año puede verse secándose en el tejado del restaurante, extendido como una momia fantasmagórica al sol y la brisa marina. Con un golpe de brasa y un chorro de aceita de oliva virgen, un vicio, oiga.
Como plato principal no puede faltar un arroz. Aunque es cierto que la fideuá de esta casa también tiene cierto predicamento, quienes venimos de Madrid acabamos decantándonos por un arroz como es imposible encontrar en la Villa y Corte. El abanda es una buena opción pero el “arroz Faralló” es una opción mejor todavía, porque no deja de ser una tercera vía entre un abanda y un senyoret, con una gambita roja de tercera por persona y trozos de calamar y rape. Perfecto de punto, con el grano suelto, la cantidad justa de grasa (esto es, poca) y su imprescindible socarrat, no se le puede poner ni un solo pero. Bueno, uno sí: se acaba demasiado pronto.
Para terminar, volviendo al principio, además de brindar con gambas había que brindar con líquido. Y para ese brindis, nada mejor que un sauvignon blanc de la Comunidad Valenciana, el Impromptu, de las Bodegas Hispano+Suizas, de Utiel-Requena. Un sauvignon blanc que no se parece a ningún otro de los que se elaboran en España y que está por encima de casi todos ellos…
Después, un paseo, acaso un bañito, en ese paraíso submarino que son Las Rotes. Y a volver a la cruda realidad…
Impresionantes vistas desde el comedor. Orobianco. Calpe.
Tantas coincidencias con Luchini me están comenzando a preocupar; pero no puedo evitar aplaudir esta crónica porque, siendo yo ya fan previo del Orobianco, el preciso análisis de mi colega me certifica que no sólo no andaba errado, sino que hasta me quedé corto.
Descubrí el restaurante italiano “Orobianco” de Calpe hace casi tres años, de la mano de mi compañero, amigo y me atrevería a decir compinche Santos Ruiz. Estaba claro que era un proyecto ambiciosísimo, al frente del cual se situaba el chef estrellado transalpino Enrico Croatti, procedente de Cortina d’Ampezzo… pero con un largo camino que recorrer. Una segunda visita me ha permitido comprobar que buena parte de ese camino ya ha sido recorrido, aunque para ello, como decía Lampedusa, hayan tenido que cambiar algunas cosas. Para empezar, el cocinero. Hace ya tiempo que Croatti fue sustituido por Ferdinando Bernardi, natural de esa preciosa ciudad balneario de Emilia Romagna que es Rímini, conocida en todo el mundo por ser la cuna de Federico Fellini. Y el cambio ha sido, al igual que casi todos los que hace Simeone, para bien.
Bernardi, apoyado en un sólido dominio técnico y con una creatividad desbordada y exuberante, ha dado a luz a lo que podría definirse como fusión ítalo-calpina, con la tradición de su país como punto de partida y los privilegiados ingredientes de la Marina Alta alicantina, tanto de la huerta como, especialmente, del mar jugando un rol protagónico. El resultado, un proyecto moderadamente vanguardista, lleno de sorpresas y con mimo del detalle, que se ha convertido en el primer, y hasta el momento único, restaurante italiano distinguido con una estrella por la siempre discutible Guía Michelin, en este caso menos discutible que casi nunca.
Antes de entrar en materia con el menú de este extraño verano 2020, es obligatorio hacer una mención al escenario. Situado en una urbanización a las afueras de Calpe, en lo alto de una colina, “Orobianco” regala a sus comensales la mejor vista posible de la localidad, con el impresionante Peñón de Ifach enseñoreándose de la línea del horizonte y mirando desde arriba y casi con desprecio a los impersonales y elevados edificios construidos durante el desarrollismo turístico de los años 60 que, sin llegar al nivel hortera y pavoroso de la vecina Benidorm, nos recuerdan que el ser humano (sobre todo si se dedica a la política) es capaz de cometer las mayores tropelías.
Bernardi ofrece dos menús degustación, uno más corto, (R)evolución, con siete platos
(75 euros), y otros más largo, con nueve, Único(110 euros). Ambos incluyen cuatro panes artesanos hechos en la casa con masa madre (ojo a la focaccia), acompañados por una adictiva salsa de tomate seco, anchoas y alcaparra con AOVE, y esas mignardises afrancesadas que Michelin casi obliga a tener a todos los restaurantes que quieren figurar en sus páginas. Por supuesto, ya que estaba allí, me lancé a por el largo… con un añadido, que explicaré después.
Orobianco. Calpe.
Empezamos con tres entrantes. Gazpacho de mar: una sopa fría de tomate que poco tiene que ver con la andaluza, porque es al estilo italiano (lleva incluso jengibre) y acompaña a un atún cortado en sashimi y otros pescados. Es más mar que gazpacho y, cuestión subjetiva, echo en falta un poco más de rock and roll en forma de vinagre o picante. Pescado azul con espuma de berenjena asada y amaretto: perfecta combinación, con una sabrosa caballa, perlas de amaretto que le dan complejidad al plato y la berenjena como gran estrella del mismo. Un soberbio trampantojo de mar y montaña, “Tagliolini” de calamar ai funghi, con una potentísima salsa, reducida casi hasta el límite, que ensalza la textura de las tiras de calamar, cierra esta primera fase.
Metidos en harina (perdón por el chiste fácil), es el momento de pasar a la pasta, donde Bernardi se luce hasta el infinito y más allá. Vean, si no. Spaghetto alla bottarga y lubina: puro mar en la boca, con la sorpresa de un puntito dulce procedente de la bottarga que el propio chef prepara con mújol de la zona. Risotto alla parmesana y quisquillas, para demostrar que la combinación entre marisco y pescado puede llegar a funcionar maravillosamente. Con una notable presencia de notas cítricas, que al chef le gustan mucho y una presentación bellísima.
Y aquí llega el añadido del que hablaba, como diría el añorado Marcos Mundstock al final de una actuación de Les Luthiers, “absolutamente fuera de programa”. Se trata de una carbonara de galeras que ya no está en carta (aunque volverá en el futuro) por razones tan obvias como que la temporada de este marisco ha terminado. Pero el chef guarda unas cuantas para consumo propio y como, hace un par de semanas, habíamos participado juntos en una Master Class para la Cámara de Comercio Italiana en España dentro del proyecto True Italian Taste para reivindicar los productos italianos auténticos (obviamente, la master class era cosa suya, mi misión era presentarles a él y a los productos) donde presentó esta receta, me permitió probarla. Simple y llanamente, uno de los grandes platos de los últimos tiempos, que evoca absolutamente a la carbonara original pero al mismo tiempo nos sumerge en la Costa Blanca. Una explosión de sabores y texturas que dura y dura en el paladar más que una pila Duracel.
Orobianco. Calpe.
Después de esto, complicado ir hacia arriba. Pero no tanto si se tienen en la recámara unos cappelletti de cordero con limón y regaliz, un plato de casquería pura y dura que descolocará a más de uno por su intensidad y osadía y en el que vuelven a aparecer las notas cítricas. Personalmente, yo hubiera cerrado la parte salada aquí, pero el público que acude a restaurantes estrellados semueve dentro de ciertos clichés, como terminar con una carne más “tradicional”. Y esa concesión a la comercialidad la marca el wagyu al balsámico con zanahoria ahumada, irreprochable en todos los sentidos pero que aporta poco al conjunto del menú por su escasa personalidad. Eso sí, que bueno está muy bueno, es indiscutible.
Como postres, sin recurrir al cansino chocolate, un refrescante cóctel de sandía y pasión… de cereza, con un interesante juego muy técnico de texturas al rededor de esta frutilla. La carta de vinos, que maneja con buen criterio el joven Heguer Castellanos, resulta, inesperadamente, más interesante en el apartado de españoles que en el de italianos, asignatura a mejorar en un futuro más o menos cercano. Y, quien así lo desee, puede terminar la velada subiendo a la acogedora azotea a seguir disfrutando de las maravillosas vistas y acompañarlas con un cóctel, ya sea clásico o creativo, tuneado a los gustos de cada quien. Porque, ¿qué mejor que acabar en las alturas cuando se está de un italiano de altura?
Reaparición de Luchini en La Molicie… Aquí va su crítica del nuevo Coquetto de los talentosos hermanos Sandoval. Una apertura que nos da más alegría y buen rollo que jamás. ¡Grandes!
Después de triunfar en su localidad de origen, Humanes, los Sandoval (Mario, chef; Rafael, sumiller; y Juan Diego, maitre) desembarcaron a lo grande hace un par de años en la capital, para convertir el grandioso local chamberilero que antaño ocupase la discoteca ochentera Archy en uno de los grandes templos gastronómicos de la ciudad. No contentos con ello, acaban de inaugurar, a apenas dos manzanas de distancia, sin salir de ese Chamberí que ya se ha convertido en territorio Sandoval (Mario también asesora el vecino Orfila), Coquetto, un concepto mas informal y popular que aspira a poner su propuesta al alcance de todos los públicos. Y, visto lo visto en una primera visita, van por el camino de conseguirlo.
Gambas, almejas de Carril al albariño y escabeche de perdiz. Coquetto. Madrid.
Coquetto no es un restaurante fashion ni una casa de comidas tradicional ni una taberna ilustrada, sino las tres cosas al mismo tiempo. En un acogedor local que hace honor a su nombre, en el que antiguamente se ubicaba la cafetería El 2 de Fortuny, redecorado en un acertado estilo rústico-ecléctico, los Sandoval ofrecen una cocina de base tradicional centrada en el producto de temporada de muchos quilates. Así, se puede empezar con unas gambas cocidas, terciadas pero restallantes de sabor, para seguir con una almejas de Carril al albariño o un impecable escabeche (qué mano tiene Mario con los escabeches) de perdiz con granada, escarola y berros.
Parpatana con pisto, cochinillo asado, ración de cochinillo y costilla de vaca lacada. Coquetto. Madrid.
La pasión del chef por el atún se refleja en la parpatana con pisto y huevo frito, tan contundente y sabrosa como cabe esperar de esta pieza del pescado pero, al mismo tiempo, más ligera de lo habitual. Las chuletas de lechal al guisopo rozan la perfección. Y luego están los dos platos estrella. Uno, como era de imaginar, el cochinillo, santo y seña de la familia Sandoval desde los tiempos en que el restaurante fundacional de Humanes era un merendero especializado en este producto. Simple y llanamente, el mejor de la capital. El otro, más inesperado, la costilla de vaca glaseada, que va camino de convertirse en el must de la casa, plantándole cara incluso al mismísimo cochinillo. Uno de los platos del año.
Monti café. Coquetto. Madrid.Dos apuntes importantes para terminar. El primero, la interesantísima oferta de cócteles, en la que sobresale el Monti Café, que se puede tomar después del postre o, ítem más, como postre mismo: espresso, vodka, licor de café o vainilla (aunque se puede tunear, y ésa es mi recomendación, con amontillado en lugar del destilado cosaco). Y el segundo, el servicio de delivery, que nació durante el arresto domiciliario a la espera de una apertura que se retrasó varios meses y llegó para quedarse. Exactamente lo mismo que va a pasar con Coquetto, una de las (pocas) muy buenas noticias para la gastronomía madrileña durante este infausto 2020.
Luchini penetra otra vez en La Molicie. Con la crítica (que comparto entusistamente) del Tres por Cuatro de Madrid y de su chef, el talentoso Álex Marugán.
Quienes llevamos siguiendo la trayectoria del joven chef madrileño Álex Marugán desde que hace algo más de dos años se instaló en un minúsculo puestecito del Mercado de Torrijos con su “Tres por Cuatro” no dejábamos de sorprendernos en cada nueva visita, porque su evolución era constante e imparable. Y esta semana ha sido una enorme satisfacción comprobar que el arresto domiciliario no sólo no la ha frenado sino que da la impresión de que incluso la ha acelerado.
Antes de entrar en materia, un breve apunte biográfico sobre Marugán. Después de estudiar en la Escuela Superior de la Casa de Campo, marchó a México para trabajar en un restaurante mex-mediterráneo. De vuelta a Madrid, antes de instalarse por su cuenta, pasó por los fogones de Luis Arévalo y ejerció en el “Barra /M” de Omar Malpartida. Todas esas conexiones exóticas le han marcado y se reflejan en su cocina, en la que manda la temporalidad (tres por cuatro hace alusión al tiempo que dura cada estación y a cada una de ellas) y que se asienta sobre la tradición pero que está llena de exuberantes guiños viajeros.
Tres por cuatro. Madrid.
Como la carta es más bien corta, en una mesa de cuatro personas se puede probar prácticamente al completo, pidiendo platos al centro para compartir. Así, empezamos por los torreznos, que no son exactamente los tradicionales, porque la carne de su interior no está frita sino asada, con lo que se genera un curioso juego de texturas que complementa la intensidad de sabor. Para seguir, un aguachile con caballa muy veraniego, ligero, picantito y ácido (quizá demasiado ácido), muy refrescante. Para cerrar la primera tanda, un salpicón muy particular, un mar y montaña inesperadamente tibio con lengua y cigalitas y una cebolla nada intrusiva que sirve como perfecto contrapunto.
Tres por cuatro. Madrid.
En la segunda tanda, mucho más contundente, varios de los tops de Marugán. Como esas adictivas bravas con tartar de bonito y yema de huevo. O como esa variación de la cochinita pibil yucateca hecha con ossobuco que nos hace agradecer su estancia en México. O, para terminar a lo grande, una costilla lacada con chile tatemado y pico de gallo que llega a la mesa para comer tal cual, casi con los dedos, pero que personalmente prefiero desmigada sobre una tortilla de maíz para componer un taco de doce (perdón por el chiste tan malo, es por aquello del tres por cuatro).
Entre los postres, el clásico de la casa es la tarta de queso que le prepara Clara Villalón y que hay que probar al menos una vez en la vida. Como ya lo había hecho en varias ocasiones, esta vez caté la versión del tiramisù que hace Álex: correcto, muy canónico y técnicamente impecable pero, para mi gusto, excesivamente familiar, con poco café y, sobre todo, con poco licor.
No se sabe muy bien hasta cuándo “Tres por Cuatro” se mantendrá en su ubicación actual, porque la propiedad ha decidido vender el mercado y eso supondrá la desaparición de muchos de los locales actuales, incluido éste (un inciso: cuando se hace una operación inmobiliaria de este tipo, sería un detalle avisar a los inquilinos para que no inviertan un patrimonio en reformas que se van a perder). Así que aprovechen para visitarlo antes de que esto ocurra porque, dentro de unos años, cuando Marugán ejerza en el restaurante que su talento se merece y que sin duda llegará (y los precios serán, en consecuencia mucho más elevados que los actuales 30 euros de media), podrán presumir diciendo aquello de “pues yo estuve en su primera casa, el minúsculo localito del Mercado de Torrijos”.
Miguel Herrán encabeza el reparto de “Hasta el cielo
Quién me iba a decir a mí, el lunes 9 de marzo, a las 11.40 horas, cuando salía del cine Paz de la calle Fuencarral, donde acababa de asistir al pase de prensa de la película “Origenes secretos”, de David Galán Galindo, que habrían de pasar 102 días hasta que volviera a pisar una sala de cine. 102 días larguísimos, inciertos e interminables en los que, por supuesto, no he dejado de ver películas, 182 para ser precisos, pero en el ordenador o en la televisión, sin la magia de la pantalla grande y la oscuridad.
Si hace una semanas, en los primeros días de levantamiento parcial del arresto domiciliario, rememoraba la primera cerveza que me tomé en un terraza, junto a mis amigos Ladi y Cris (que sí, que seguían siendo tridimensionales) y comentaba que, a determinadas edades, es cada vez más difícil hacer algo por primera vez, el pasado viernes 19 de junio, coincidiendo además con el cumpleaños de una de las personas clave en mi vida, a las 10.30 horas, se produjo uno de esos momentos. Y, por uno de esos inescrutables caprichos del destino, no podía ser en otro lugar que… el cine Paz de la calle Fuencarral.
Allí se había convocado el primer pase de prensa de la nueva era (lo de nueva normalidad se lo dejo a los políticos y los “expertos”). Y allí que estábamos mi mascarilla, mi botecito de alcohol y yo. Tras los saludos de rigor con varios colegas y algún amigo, procedí a sentarme exactamente en la misma butaca donde había estado sentado hacía 102 días. Cuando por fin se apagaron las luces y sonó la fanfarria de la multinacional que distribuye el filme, casi todos los asistentes se arrancaron en un espontáneo aplauso, una suerte de exorcismo colectivo para espantar esos fantasmas que todavía nos amenazan a la vuelta de cada esquina.
Los primeros cinco minutos de proyección fueron un tanto angustiosos: las gafas se empañaban por culpa de la mascarilla. Hasta que por fin di con el remedio, que no fue otro que colocar las gafas en la punta de la nariz y, pese al aspecto de científico despistado, tipo el Jerry Lewis de “El profesor chiflado”. la cosa funcionó. A partir de ese momento, durante las dos horas siguientes, se me olvidaron la mascarilla, la lejanía del resto de asistentes, los virus y hasta los políticos: la magia del cine, una vez, podía con todo.
La película en cuestión, que todavía no lo he dicho, era “Hasta el cielo”, un thriller poligonero español dirigido por Daniel Calparsoro y protagonizado por Miguel Herrán, Carolina Yuste, Luis Tosar y Asia Ortega. Con un diseño de producción digno de cualquier producción de Hollywood, es un filme arrítimico, con un guion que tiene demasiadas lagunas y un montaje algo confuso. Pero no se trataba de juzgar a la película con severidad, entre otras cosas porque la voy a recordar el resto de mis días. Así que disfruté de su sonido envolvente, de sus persecuciones trepidantes, de los preciosos escenarios naturales de Ibiza y de un reparto bien seleccionado que cumple con creces.
Evidentemente, “Hasta el cielo” no es ni “Atraco perfecto” ni “La jungla de asfalto” ni “Uno de los nuestros” ni pasará con letras de oro a la historia del Cine. Pero para mí es y será mucho más importante que todas ellas, porque pasará a la historia de mi vida. Porque, ya lo dijo Garci y le dieron hasta un Oscar por ello, no hay nada como volver a empezar.
Será fruto del azar, o tal vez no, pero el caso es que el viernes 12 de junio, con Estados Unidos literalmente en llamas tras el asesinato de George Floyd en Minesota, se estrenó en España la última película de Spike Lee, “Da 5 Bloods: Hermanos de armas”, coproducida por Netflix y, por tanto, disponible en la oferta de la plataforma digital. Una cinta que, como es habitual en la filmografía de Lee, viene a meter el dedo en la llaga del racismo en Estados Unidos.
Vamos primero con el argumento: cuatro camaradas negros que combatieron en la Guerra del Vietnam regresan al país del Sudeste asiático para recuperar los restos del jefe de su pelotón, caído en combate, y trasladarlos al cementerio de Arlington. Al mismo tiempo, esperan encontrar una caja llena de lingotes de oro que quedó junto al cadáver y que podría resolverles la vida. Así contado, parece que estamos ante una película de aventuras bélicas típica. Pero con Spike Lee de por medio nada suele ser lo que parece.
Revestida de película de aventuras, pero una tesis en toda regla sobre racismo, injusticias sociales, el sinsentido del conflicto bélico y, sobre todo, Trump, “ese infiltrado del Ku Klux Klan en la Casa Blanca”, como es definido en un momento del film
Ya desde el principio mismo, con imágenes de archivo en blanco y negro sobre manifestaciones contra la Guerra del Vietnam o declaraciones de Muhhamad Ali explicando por qué se negó a ser alistado, queda claro que lo que vamos a ver es una tesis. Revestida de película de aventuras, pero una tesis en toda regla sobre racismo, injusticias sociales, el sinsentido del conflicto bélico y, sobre todo, Trump, “ese infiltrado del Ku Klux Klan en la Casa Blanca”, como es definido en un momento del film. Y como tesis funciona, porque no hay nada que funcione mejor en una tesis que los datos, y los datos de la Guerra del Vietnam son incontestables: fue una guerra orquesta por blancos en la que los negros sirvieron de carne de cañón. Y la situación a día de hoy, siempre según Lee y con los demoledores datos en la mano, no ha mejorado mucho en su país. Todo esto, sin olvidar en ningún momento que la película fue rodada antes de los disturbios de los últimos días.
Si como tesis funciona y logra sus objetivos de denuncia casi al cien por cien, como película funciona un poco menos. El guion es un tanto errático y los personajes no acaban de estar definidos. Las escenas bélicas, en las que se aprecia que el director ha contado con un generoso presupuesto, no son precisamente su especialidad. Prueba de lo lujoso de la producción es la presencia en el reparto de una de las grandes estrellas del Hollywood actual, Chadwick “Black Panther” Boseman, junto a veteranos tan solventes como Delroy Lindo y Clarke Peters. Y, en una evidente concesión al mercado francés, que debe de ser muy importante para Netflix, Jean Reno y Mélanie Thierry.
Un recurso narrativo que me gusta es el de los flashbacks: en lugar de buscar actores jóvenes para rejuvenecer a los progotagonistas, son ellos mismos quienes se autointerpretan, sin maquillaje, porque sus yoes juveniles han envejecido también en sus memorias
También hay un montón de referencias metacinematográficas planteadas desde la irreverencia más absoluta, desde las más que evidentes a “Apocalypse Now” (un bar de Ho Chi Minh City se llama así, durante un viaje fluvial suena una versión de “La cabalgata de Las Valkirias”) hasta otras a “El tesoro de Sierra Madre” o “Good Morning, Vietnam”.
Un recurso narrativo que me gusta mucho es la resolución de los flashbacks: en lugar de buscar actores jóvenes para rejuvenecer a los progotagonistas, son ellos mismos quienes se autointerpretan, y sin maquillaje, porque sus yoes juveniles han envejecido también en sus propias memorias. Mientras tanto, el jefe del pelotón, muerto en juventud, sigue siendo joven, porque no le han conocido de mayor. Además, Lee juguetea con el formato, cambiando de scope a cuadrado o panorámico en función de la época en que se desarrolla cada secuencia.
Después de “Infiltrado en el KKKlan”, que si no es la película más redonda de Lee está cerca de serlo, reconozco que me esperaba más de este film. En conjunto no está mal pero, ya digo, a veces los árboles no dejan ver el bosque, algo bastante habitual en su trayectoria (recuérdese “Haz lo que debas”). Y si durara tres cuartos de hora menos, no pasaría nada. Absolutamente nada.
Se me ocurren pocos sitios mejores para reencontrarme, después de más de cinco meses de esporádicas y demasiado lejanas conexiones telefónicas, con dos queridísimos y añorados amigos que la terraza de “Marcoledì”, la pizzería que el restaurador sardo Ignazio Deias inauguró en Chamberí a finales de 2019 y que, por los muchos y a cual más deprimente avatares acaecidos desde entonces, teníamos pendiente de visitar juntos. La alegría ha sido doble: por el esperado reencuentro y por comprobar que “Marcoledì” se ha instalado, por derecho, en el top de pizzerías capitalinas.
Pizza Napolitana. Pizzería Marcoledí. Madrid.
Deias desembarcó en Madrid en las postrimerías del siglo XX, para abrir el que durante algunos años fue el mejor italiano de la ciudad, el añorado “Boccondivino” del barrio de Salamanca. Luego llegó una de esas crisis que periódicamente azotan la hostelería y, tras echar el cierre, probó fortuna con varios proyectos hasta que, finalmente, encontró su lugar en el mundo, “Da Giuseppina” (el nombre es un homenaje a su madre), una excelente trattoria en la calle Trafalgar que se ha convertido en referente para quienes quieren disfrutar de cocina italiana auténtica regada con grandes vinos transalpinos a precios más que razonables. Luego fue el turno, a pocos metros, de la tienda gourmet “Lauricca” y, como ya dicho, a finales de 2019 de “Marcoledì”, cuyo curioso apelativo es un juego de palabras entre Marco y Mercoledì (miércoles), en recuerdo a alguien llamado Marco que solía tomar pizza todos los miércoles.
Pizza Russo piccante. Pizzería Marcoledí. Madrid.
Un par de entrantes y unas pizzas para compartir componen el menú perfecto de este local. Entre los primeros, la Russa piccante, una versión de la ensaladilla rusa aliñada con mayonesa con ‘nduja (una especie de sobrasada muy picante, típica de Calabria), acompañada con pane carasau (pan ácimo sardo), efectivamente bien picante, y las arancine, una suerte de croquetas de arroz rellenas de carne.
Pizza La vacca che ride. Pizzería Marcoledí. Madrid.Abierta boca, pasamos a lo importante, las pizzas. Hechas con masa madre y con una larga fermentación, son de estilo napolitano, esto es con bordes gruesos. La combinación entre crocante y esponjosidad es la que tiene que ser. Y el horneado, impecable. Si le añadimos que los ingredientes son de primera calidad, el resultado está cerca del sobresaliente. Probamos tres, a cual mejor: la Napolitana, con tomate, mozzarella, anchoas (buenas) y alcaparras; La vacca che ride, con tomates cherry, mozzarella, rucola y parmigiano; y Caminetto, con mozzarella, speck y queso ahumado que, para mí, fue la estrella indiscutible de la velada. Tan ligeras que nos hubiéramos tomado alguna más, pero hubiese sido por pura gula… Después vino la prueba del algodón, la digestión: imperceptible y sin contratiempos, lo mejor que puede pasar cuando se come pizza.
La carta de vinos es cortita pero siempre se puede jugar con la amplia oferta de los vecinos “Da Giuseppina” y “Lauricca”. Aunque en Italia la pizza se suele tomar con cerveza… El precio medio por persona es de 25 euros y también dispone de servicio a domicilio. Pero, como ya he dicho en otras ocasiones, la pizza no viaja demasiado bien, así que mejor in situ… que además se puede repetir.
Croquetas Casa Marcial. Foto: José Ignacio Lobo Altuna.
Hoy nos deleita Luchini en La Molicie con sus croquetas favoritas… Debo decir, no obstante, que se ha dejado, fuera de Madrid, y a mi juicio, algunas tan deseadas como las de Esther y Nacho Manzano o Francis Paniego, por lo menos…
“Porción de masa, generalmente redonda u ovalada, hecha con un picadillo de jamón, carne, pescado, huevo u otros ingredientes que, ligado con besamel, se reboza en huevo y pan rallado y se fríe en aceite abundante”. Así define el Diccionario de la RAE la croqueta y sólo (con esa tilde que este mismo diccionario quitó, incomprensible y absurdamente, hace unos años y que todas las personas con dos dedos de frente, expertos o no expertos, siguen utilizando) falta añadir que ese aceite abundante debe estar muy caliente.
A la izda., las croquetas de “Joselito’s”. A la dcha., las de “Santerra”.Mi definición es mucho más personal. Nacidas como forma de aprovechar restos, las croquetas se han convertido en uno de los platos estrella de la gastronomía española. Y, además, en una especie de prueba del algodón de los bares y restaurantes que las preparan: en su elaboración se dan cita varias técnicas tradicionales (salseado, rebozado, fritura) que permiten valorar las capacidades de un cocinero. Y, además, comprobar la calidad de la materia prima que utiliza. Siempre digo que si las croquetas no están buenas, no vale demasiado la pena probar el resto de la carta…
Hoy voy a recordar mis tres croquetas preferidas de Madrid. Son, y no necesariamente en este orden, las de “El Quinto Vino”, “Santerra” y “Joselito’s”. Las de el primero de pueden encargar y recoger in situ en la taberna de la calle Hernani (1,70 euros la unidad). Las de los dos segundos se pueden pedir a domicilio (8 euros la ración en “Santerra” y 12 euros en “Joselito’s”). Las tres son de jamón, de una melosidad extrema, con rebozado fino y restallantes de sabor. Fuera de Madrid, rememoro con deleite las de “Iván Cerdeño”, en Toledo; “Trivio”, en Cuenca y “La Solana”, en Cantabria.
Croquetas de carabineros y jengibre y croquetas de espinacas y piñones de “Pepe&Cro”.Dejando al margen estos templos, que visitaré lo antes que me lo permita el puto coronavirus para darme un atracón, esta semana he descubierto un servicio a domicilio más que recomendable para los muy croqueteros. Se trata de Pepe&Cro, una empresa establecida en Pinto que prepara croquetas artesanas, tanto tradicionales como un punto creativas, que llegan a casa congeladas y tan sólo hay que freír (insisto, en aceite muy caliente), después de atemperarlas un poco. Con una cremosidad más que razonable y un rebozado ligero, ofrece doce variedades, de las cuales he probado seis. Magníficas las marinas, tanto las de carabineros y jengibre como las de sepia y plancton (bien de trocitos de cefalópodo), de repetir y repetir. Notables las de callos a la madrileña, las de queso gamoneu y las de espinacas con piñones. Y, curiosamente, intrascendentes las de jamón ibérico, a revisar. En conjunto, una experiencia más que recomendable, cómoda y satisfactoria, con precios que van desde los 4,80 hasta los 7,50 euros la caja de seis unidades, de tamaño medio grande.
Cómo se equivocaba Ricardo III: qué caballo ni que qué caballo. Un reino sólo se cambia por unas buenas croquetas…
Juanma, Alberto, Luchini, Manuel, Almu y Mónica. Confraternizando en Asturianos. Madrid. Foto: Xavier Agulló.
Decir en Madrid “Asturianos” es hablar de un secreto a voces entre gastrónomos y enófilos; de un lugar en el que nunca se podrá celebrar una reunión secreta o una cita prohibida porque siempre habrá en alguna de las mesas vecinas alguien conocido; de la taberna canalla en la que muchos chefs que intervienen en Madrid Fusión cierran la jornada a altísimas horas de la madrugada en un estado de revista como mínimo discutible; de, en fin, el único lugar del mundo en el que, en palabras de hace muchos años de mi querido Juan Manuel Bellver, “se puede tomar una fabada con un Petrus”.
Cerrada, por razones obvias, desde mediados de marzo, somos una legión silenciosa quienes echamos de menos los platos de Doña Julia Bombín, los excelentes vinos de una bodega única y las charlas interminables sobre lo divino, lo humano, el Atleti y muchas otras cosas con sus hijos Alberto y Belarmino, que se ocupan por turnos de la sala (los dos a la vez sería una sobredosis). Ante la imposibilidad de volver a abrir siguiendo las consignas de los expertos (¿quiénes son los expertos? ¿dónde se saca el título de experto en puto coronavirus? ¿qué hay que estudiar para ser experto en puto coronavirus? ¿cuántos años llevaban preparándose para esta pandemia? ¿saben sumar dos más dos?), porque sólo podrían ofrecer servicio en dos de las mesas de su minúscula terraza urbana, con más pérdidas económicas que si se mantienen cerrados, los hermanos acaban de poner en marcha el servicio a domicilio “Doña Julia en tu casa”. Ellos son los ideólogos pero, como su propio nombre indica y es costumbre, la que trabaja es su madre.
El delivery consiste en un menú cerrado para dos personas, al precio de 50 euros (portes incluidos), con cuatro de los platos estrella de la casa: las sardinas marinadas en vinagre de sidra con sopa de tomate, las verdinas con marisco (almejas, berberchos, rape…), la melosísima carrillera estofada y el flan de queso. ¿Por qué estos platos y no otros? Porque, con un muy acertado criterio, han apostado por los que mejor viajan y mejor se conservan. Así, llegan envasados al vacío y sólo hay que regenerarlos al calor, incluso al cabo de varios días, y tunearlos ligeramente, por ejemplo, añadiéndole unas patatas fritas de sartén a la carrillera. Y, claro, abriendo una botella de buen vino, dizque un garnacha Kaos 2010 de la Tierra de Castilla y León…
Conclusión: se come prácticamente igual que en “Asturianos”, cosa que se agradece, pero no es exactamente igual que estar en “Asturianos”. Faltan ese bullicio, esa alegría y ese espíritu de interacción convivial con el personal y el resto de mesas que hacen de esta tasca un lugar único y que ojalá vuelvan más pronto que tarde. Y ese día, como otros muchos, allí estaré, repitiendo alguno de estos platos y rematando con ese mítico escalope con patatas fritas que Doña Julia suele preparar para “la familia” y que a veces permite que disfruten también los parroquianos.
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