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Arrebatos

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Vigésimo día de confinamiento bajo el Teide (ya poco nevado). Se me ocurre que este cuento mío bien podría ser una salida fantasiosa (¡y quién sabe si real!) a las inquietantes brumas de la reclusión…

La Guancha. Viernes, 3 de abril de 2020
Música recomendada: Are you ready? (Pacific, Gas & Electric)

Extraña historia la que me contó la otra noche, al abrigo de unas copas en una conocida coctelería de la ciudad, un viejo amigo psiquiatra.
El cuento afectaba a dos de sus últimos clientes en el sanatorio que visitaba cada jueves. Se trataba de dos jóvenes de unos 30 años que habían llegado a la clínica tras pasar por una larga y horrible experiencia en el desierto del Sahara.
A pesar de que la razón había huido definitivamente de sus mentes, a través de una serie de charlas terapéuticas el médico había podido reconstruir la tremenda experiencia que habían sufrido. Una experiencia inquietante, además.

Como muchos otros turistas aventureros, los dos amigos habían decidido realizar una travesía por el Sahara a bordo de un todo terreno de segunda mano adquirido en la península. La inexperiencia, un exceso de audacia y una sobredosis de confianza los llevaron a la perdición.

A los pocos días de haberse internado entre las vibrantes dunas comenzaron los problemas. No tardó en llegar el desastre: una rotura de un palier les dejó abandonados a su suerte en mitad de la nada arenosa. A pie, sin conocimientos de la zona y con unos mapas insuficientes, se extraviaron sin remedio.

Comenzó a faltar el agua y a fallar el temple. Al parecer, en un último momento de razón, ya al borde de la desesperación final, decidieron que no podían morir, que debían creer firmemente en su salvación. Con toda la fuerza que les quedaba, se cogieron las manos y, juntos, con una determinación extraordinaria, imaginaron e imaginaron e imaginaron que encontraban un oasis. Fuera espejismo o pura invención o realidad transdimensional, llegaron a uno. Eso, al menos, le dijeron entre delirios a mi amigo alienista.

Los encontraron al cabo de casi dos meses de su desaparición, en pleno desierto, bajo una duna. Sin nada. Estaban físicamente bien, sin graves quemaduras y sin síntomas de deshidratación ni inanición. Como si realmente hubiesen estado disfrutando del agua, los dátiles y la fresca sombre de un palmeral.
Pero locos.

Decimonoveno día de confinamiento bajo el Teide (ya poco nevado). La luz y la alegría solar me llevan a recoger algunos divertidos retazos de la vida indolente y burlesca de este pícaro alemán del siglo XIV…

La Guancha. Jueves, 2 de abril de 2020
Música recomendada: Fifty-fifty (Frank Zappa)

Till Eulenspiegel fue un famoso pícaro alemán del siglo XIV cuyas aventuras, chanzas y burlas le han consagrado un lugar preeminente en la historia universal de la infamia.

Ya de pequeño, sus bromas pesadas le ocasionaron problemas, como cuando, desde una cuerda en la que practicaba el funambulismo para regocijo de los lugareños, les pidió a todos sus zapatos y luego los arrojó desde lo alto para disfrutar con la confusión que se creó.

En una ocasión, estando en una corte europea y haciéndose pasar por sabio, el rey le preguntó: “Si eres tan docto, dime, ¿cuántas estrellas hay en el cielo?”. “Trescientas sesenta mil, cuatrocientas ochenta -contestó Till- contadlas y veréis que no me equivoco ni de una”. El rey insistió: “¿Dónde está el centro de la Tierra?”. “Aquí mismo, donde vos estáis -repuso- medidlo si no lo creéis”. Gran maestro de la palabra como juglar que era, cierta vez entró en un mesón para apagar el hambre. Como la olla aún estaba cocinándose en el fuego, el mesonero le sugirió que esperara junto a ella. Pasó el rato y Till, ahíto ya con los olores del caldo, se levantó para marcharse. “Os habéis llenado con los efluvios de la olla -le dijo el posadero- por tanto, es justo que me paguéis”. Till sacó una moneda de plata, la golpeó contra una mesa y respondió: “cobraos con el sonido de la moneda los olores de la comida”. Y, con una sonrisa burlona, se fue.

Otra vez, detenido por una vieja deuda y enfrentado al deudor, solventó de esta ingeniosa suerte el problema. Le dijo Till: “¿estáis de acuerdo en que vos me dejasteis dinero y en que quedamos que yo os lo debía?”. “Efectivamente”, repuso el otro enfadado. “Entonces- sentenció el pícaro- no os lo puedo devolver, pues faltaría a mi palabra, que siempre fue que os lo debía, no que os lo pagaría”.

Cuando murió, al estar los enterradores bajando el féretro a la tumba, una de las cuerdas se rompió y la caja quedó vertical. Iban a arreglar el entuerto cuando alguien dijo: “Dejadla así; vivió de una manera diferente a todos, que descanse para siempre de esta guisa”.

Pero todavía se permitió una última befa post mortem. Dejó como herencia un pesado baúl que, por el peso, pareció a sus familiares repleto de monedas. Nada más lejos de la verdad: estaba llena de piedras.

Decimonoveno día de confinamiento bajo el Teide (ya poco nevado). Y, hoy, una pavorosa reflexión fabulada sobre los peligros del autismo electrónico sin control…

La Guancha. Miércoles, 1 de abril de 2020
Música recomendada: Negativland (Neu!)

El niño había salido un pelín rarito, es cierto. Pero sus padres, la típica pareja de adictos al trabajo, con dos puestos corporativos de responsabilidad, dos sueldos de altos ejecutivos y poco tiempo para perder en asuntos familiares, tampoco ayudaron. Y, claro, el niño, en manos de canguros muy pijas pero poco interesadas en su educación, fue pasando sus primeros años en la soledad de su habitación, eso sí, siempre llena de los más vanguardistas y complejos juguetes electrónicos traídos de las mejores tiendas de Londres y Nueva York.

A los tres años y medio el chavalín ya era todo un fiera con la electrónica. Quiero decir que, poco a poco, despanzurrando robots, móviles, consolas, drones y ordenadores sencillos, el crío había empezado a armar nuevas estructuras que completaba con diversas piezas de juegos de construcción y elementos que pillaba por la casa. Sus padres empezaron a desesperarse, no sólo por lo poco que duraban los trastos en las manos del chaval, sino por el auténtico cementerio industrial en que había convertido su armario, lleno de restos inservibles de las entrañas de los juguetes que transformaba.

La simple desesperación doméstica, sin embargo, dio paso, un año más tarde, a una creciente preocupación por el futuro mental de su retoño. En el colegio, no avanzaba. Y su lenguaje, poco a poco, fue tornándose una extraña jerga que, al parecer, había ido inventando durante sus excéntricos juegos de ingeniería lúdica. El dichoso niñito siempre estaba en las nubes. Las visitas periódicas a un psicólogo de pago no mejoraron la cosa. “El niño tiene un mundo interior muy intrincado, muy incongruente… no llego a desentrañarlo”, había concluido el buen doctor.

A principios del quinto año la cosa llegó a extremos alarmantes. El criajo hablaba solo, se pasaba todo el tiempo con sus artefactos y su exótica jerigonza ya no recordaba a ninguno de los idiomas clásicos.

Y un día sucedió lo inevitable: su padre, alarmado por los gritos provenientes de la habitación de juegos, se levantó del sillón de diseño, corrió con disgusto el pasillo, abrió la puerta y… Sólo tuvo tiempo de articular un grito cuando vio a su hijo desvanecerse, frente a una inexplicable construcción rematada por una especie de antena parabólica de pega, en mitad de una vertiginosa vibración del espacio-tiempo.

Decimoctavo día de confinamiento bajo el Teide (todavía nevado). He aquí un remoto cuento indio que nos ilustra sobre las esencias y las astucias…

La Guancha. Martes, 31 de marzo de 2020
Música recomendada: Ravi Shankar

Érase una vez, en la India, un humilde brahmán, hombre de muy buen corazón, que iba caminando por la selva. De pronto, entre el espeso follaje, vio una gran jaula, y, acercándose, descubrió que dentro de ella se hallaba un fiero tigre. “Hermano brahmán, hermano brahmán, le habló el tigre con profunda pena, ¿querrías hacer el favor de librarme de esta cárcel? El hombre, cruel y despiadado, me ha cazado y me ha encerrado aquí dentro. A mí, que soy un espíritu libre. Voy a morir de tristeza”. El sorprendido brahmán le respondió: “hermano tigre, no te puedo sacar de aquí, porque si lo hago me comerás, al fin y al cabo, eres un temible tigre y eso está en tu esencia”. El tigre, casi llorando, le aseguró: “hermano brahmán, ¿tú crees que yo me comería a quien me ha liberado de mi prisión? Venga, sácame de aquí que yo te prometo no hacerte nada”.

Y el brahmán, tocado en su espíritu, abrió el candado, la puerta y dejó al tigre en libertad. Pero, ¡ay!, sólo salir el tigre se tiró al cuello del religioso sin pensárselo dos veces. “hermano tigre -suplicó el brahmán- me has dicho que si te liberaba me dejarías seguir mi camino, y ahora quieres matarme”. “Sí, es lo que el hombre hace conmigo: me persigue, me acosa, me caza y me mata, ¿por qué debería apiadarme de ti?”. El brahmán, en un último intento por salvar su vida, le pidió: “de acuerdo, pero antes de comerme, preguntemos a tres animales cuál es su opinión. Si están de acuerdo contigo, moriré, pero si no, me salvarás”. De mala gana, el tigre accedió.

Y empezaron a caminar. Encontraron un elefante, y el brahmán, tras contarle el caso, le pidió su juicio. El elefante habló: “El hombre es injusto, me usa, me monta, y cuando ya no le sirvo, me abandona y me deja morir. El tigre debe comerse al brahmán”. Dicho y hecho, el tigre se tiró sobre el brahmán. “Un momento, todavía faltan dos animales, gimió el sacerdote.

Y siguieron caminando. Toparon con un buey, y le preguntaron. Y el buey dijo: “El hombre es malo: me usa para tirar de su arado, y cuando soy viejo, me abandona y me deja morir. El tigre tiene razón, que se coma al brahmán”. Y así se dispuso a hacerlo el tigre, pero ante las súplicas de una tercera opinión, siguió caminando.

Y se encontraron con un chacal. “Hermano chacal -dijo el brahmán- hace un rato me encontré al hermano tigre encerrado y, tras liberarlo…”. El chacal pidió calma. “¿Cómo, si ya lo veo libre, lo pudiste liberar?”, preguntó. El tigre, impaciente, empezó de nuevo la historia. Pero el chacal no se conformaba con las explicaciones. “Vamos a ver la jaula, porque así yo no lo entiendo”.

Y desandaron el camino. Al llegar a la jaula, el brahmán volvió con la historia. El chacal quiso saber más. “¿Dónde estaba el hermano tigre? A ver, que se ponga dentro”. El tigre, a regañadientes, se puso dentro. “Pero si la puerta estaba abierta -argumentó el chacal- “¿por qué el tigre no salía?”. “Es que estaba cerrada”, se impacientó el tigre, cerrándola para explicarlo mejor. “Bien, pero sin candado -siguió el chacal- se podía abrir fácilmente”. El tigre estaba exasperado: “¡Pero había cerrojo!” chilló. “A ver, así, ¿no?”, dijo el chacal cerrando con llave.

Y entonces, el astuto animal, girándose hacia el brahmán, con el tigre de nuevo encerrado, se despidió con una inquietante sonrisa.

Decimoséptimo día de confinamiento bajo el Teide (todavía nevado). En estos días de inconcreción, los vídeojuegos son una tentación insoslayable. Pero, atención…

La Guancha. Lunes, 30 de marzo de 2020
Música recomendada: Ich will (Rammstein)

Cuando vio a su padre entrar dificultosamente por la puerta de la casa de espaldas, cargado con un voluminoso paquete, supo que por fin lo había conseguido. Excitado, corrió hacia él en busca de su regalo: el último y más espectacular videojuego para ordenador creado jamás a partir de una inédita generación de inteligencia artificial. El Exterminator Total.

Curiosamente, nada se sabía de su contenido, que había sido celosamente guardado por su diseñador, una especie de Bill Gates punkie que, en pocos años, había logrado desbancar a todas las empresas del sector. Era un tipo enigmático del que nadie sabía tan sólo ni de donde había salido. Lo cierto es que la presentación del producto había tenido una ampulosa liturgia massmediática. Rodeado de polémica, el gran pope de los juegos electrónicos, que había sido acusado repetidamente de estimular la violencia y el caos entre los jóvenes con sus propuestas lúdicas de carácter anarquista, había sacado el famoso videojuego simultáneamente en todo el planeta. Hacía tan sólo unas horas. Y con las protestas de diversos colectivos sociales, lo que todavía le había conferido más relevancia a la movida. Adorado por los más jóvenes y odiado por los mayores.

Ya en su cuarto, desembaló el juego bajo la preocupada mirada de su padre, que sólo había accedido a su compra –con las protestas de su mujer– debido a las buenísimas notas que había sacado el chaval el último curso. Tras una prolija instalación en el ordenador, el chico empezó a jugar. Se trataba de intentar detener una invasión alienígena a la Tierra. Los efectos especiales, los sonidos y las imágenes en tres dimensiones eran extrañamente reales, pensó el padre, que, muy a pesar suyo, se había sentado junto a su hijo fascinado por la extremada y perfeccionista violencia de las pantallas.

Poco a poco, mientras el crío iba ganando niveles en el juego, con extraterrestres cada vez más belicosos y sanguinarios, empezó a sentir una extraña sensación de terror concreto. De repente, sintió un dolor punzante en el hombro. En la pantalla, un monstruo armado con un inexplicable fusil láser se le encaró y volvió a disparar. Sintió el impacto en su brazo. Aterrorizado, intentó coger al niño para que parase aquella pesadilla en 3D, pero ya era demasiado tarde: una horda de guerreros imposibles se acercaba rápidamente hacia ellos. “¡Cuidado, me he quedado sin municiones!”, gritó el niño mientras se giraba hacia él.
Fue lo último que oyó.

Decimosexto día de confinamiento bajo el Teide (nevado). La nieve de las cimas, todavía recortándose contra el violento azul del cielo atlántico, me sugiere esta exquisita fábula de un capricho con bello y feliz…

La Guancha. Domingo, 29 de marzo de 2020
Música recomendada: 25 faroles (El Lebrijano)

Se cuenta que Abd al-Rahman Al-Nasir cayó enamorado en Granada de la bella Azahara, y que se la llevó con él, convirtiéndola en su favorita, a Córdoba, a Sierra Morena.

Para demostrarle el amor que sentía por ella, ordenó la construcción de una ciudad palatina, Medina Azahara (en honor a su nombre), y para ello contrató a los mejores arquitectos y artesanos, compró los materiales más preciados, maderas, mármoles, azulejos; mandó construir hermosos jardines con flores y plantas traídas desde todos los rincones del mundo, los pobló con hermosos pájaros y mandó que en ellos creciesen árboles de exóticos frutos. Telas y muebles, comprados a los mercaderes más prestigiosos adornaban las estancias de la favorita Azahara, todo lo hizo el califa por su amor.

Nada de esto, sin embargo, parecía contentar a bella dama Azahara, que día tras día, Abderramán veía llorando en la Medina.
Le preguntó el motivo de su tristeza y qué debía hacer para contentarla. Azahara le respondió que a su tristeza El Califa no podría ponerle remedio, pues lloraba por no poder contemplar la nieve de Sierra Nevada. Él le respondió: “Yo haré que nieve para ti en Córdoba”

Inmediatamente mandó talar un bosque situado frente a La Medina y replantarlo de almendros muy juntos unos de otros y cada primavera, cuando los almendros abrían su flor blanca, la nieve aparecía en Córdoba sólo para su amada Azahara, que no volvió a llorar nunca más.

Decimoquinto día de confinamiento bajo el Teide (nevado). Este inquietante cuento me lo inspiró el científico Douglas Hofstadter, que hace años publicó unas turbadoras cartas que le habían llegado referidas a la resolución material de la mal llamada paradoja de Banach-Tarski (porque es matemáticamente real) por parte de alguien que nunca se supo…

La Guancha. Sábado, 28 de marzo de 2020
Música recomendada: Radioactivity (Kraftwerk)

La primera vez que oí hablar de la paradoja de Banach-Tarski fue en un bar. En la barra de un bar. Me la contó, de forma extrañamente apasionada, uno de esos colegas que se hacen en la noche. Aunque yo no lo había sabido hasta entonces, aquel chico que a menudo agotaba las madrugadas conmigo había estudiado ciencias exactas, y, a pesar de que no ejercía, me confesó que su verdadera pasión eran las matemáticas. La paradoja de Banach-Tarski, me explicó, llamada así en recuerdo de los dos matemáticos que la descubrieron en los años veinte, asegura que, con ciertos cortes complejos, es posible descomponer en piezas un sólido ideal, piezas que vueltas a ensamblar componen dos nuevos sólidos consiguiendo así doblar el tamaño original.

Recuerdo que, aquella noche, bebíamos rápido. Íbamos a cuatro copas por hora. Acaso por ello me interesé por su historia. O quizás para seguir deleitándome con la rubia que le acompañaba. No sé. La cuestión es que mi curiosidad siguió creciendo a medida que avanzábamos en el tema. Al parecer, la paradoja se basaba en resultados matemáticos reales. De hecho, existen varias demostraciones de la misma. “Es como las piezas del tangram chino”, me comentó ya a las tantas, “con las que se puede construir un rectángulo de determinados centímetros cuadrados y, recompuesta, de los mismos más uno. Pruébalo”. Recuerdo que acabamos la fiesta charlando de la posibilidad de usar la paradoja para conseguir crear el doble de oro a partir de una cantidad menor dada. Hasta contemplamos la posibilidad de que hubiéramos dado con la mítica piedra filosofal.

La siguiente noche que coincidimos, estaba bastante más excitado. Me aseguró que había desarrollado un programa de ordenador con algoritmos que le permitirían diseñar la forma de cortar los sólidos para que, una vez pegados de nuevo, diesen el doble en tamaño y peso.

No volví a verle, curiosamente, hasta pasados unos meses. Estaba descompuesto, delgado, pálido y enfebrecido. “He logrado perfeccionar el programa”, farfulló, “y funciona… Voy a crear materia de la nada.” Se tomó una copa rápida y, a pesar de mis súplicas para que me contara más, desapareció en la oscuridad de la calle.

No he sabido nada más de él. O quizás sí. En estos últimos tres meses, el precio del oro ha caído en picado.

Decimocuarto día de confinamiento bajo el Teide (nevado). Dicen que las leyendas siempre se sustentan en algo real. Ésta de Cantabria, por muy asombrosa que parezca, está datada y certificada por autoridades (civiles y eclesiásticas) y prohombres de la España del siglo XVII. Y relatada aquí por Feijoo. Se non è vero, è ben trovato…

La Guancha. Viernes, 27 de marzo de 2020
Música recomendada: Jambalaya (Van Morrison & Linda Gail Lewis)

(Benito Jerónimo Feijoo (1676-1764), Teatro crítico universal (1726-1740), tomo sexto (1734). Texto tomado de la edición de Madrid 1778 (por Andrés Ortega, a costa de la Real Compañía de Impresores y Libreros), tomo sexto (nueva impresión, en la cual van puestas las adiciones del Suplemento en sus lugares), páginas 273-314.)

“El caso, que da materia a este Discurso, es tan extraño, tan exorbitante del regular orden de las cosas, que no me atrevería a sacarle a la luz en este Teatro, y constituirme fiador de su verdad, a no hallarle testificado por casi todos los moradores de una Provincia, de los cuales muchos, que fueron testigos oculares, y dignos de toda fe, aún viven hoy. La noticia se difundió algunos años ha a varias partes de España debajo de la generalidad, que un Mozo, natural de las Montañas de Burgos, se había arrojado al mar, y vivido en él mucho tiempo, como pez entre los peces; y confieso, que entonces no le di asenso, de que no estoy arrepentido; pues fuera ligereza creer un suceso de tan extraño carácter, sin más fundamento, que una voz pasajera. Añadíase, que esto había sido efecto de una maldición, que sobre dicho Mozo había fulminado su madre; pero esta circunstancia fue falsamente sobrepuesta a la verdad del suceso, como veremos después.”

Tras la estela del hombre pez
“En el Lugar de Liérganes, de la Junta de Cudeyo, Arzobispado de Burgos, distante dos leguas de la Villa de Santander hacia el Sudeste, vivían Francisco de la Vega, y María del Casar su mujer, vecinos de dicho Lugar, los cuales tuvieron en su matrimonio cuatro hijos, llamados Don Tomás (que fue Sacerdote), Francisco, José, y Juan, que vive todavía, de edad de setenta y cuatro años.

Viuda dicha María del Casar, envió al referido hijo Francisco a la Villa de Bilbao a aprender el oficio de Carpintero, de edad de quince años, en cuyo ejercicio estuvo dos años, hasta que el de 1674, habiendo ido a bañarse la Víspera de San Juan con otros mozos a la Ría de dicha Villa, observaron éstos se fue nadando por ella abajo, dejando la ropa con la de los compañeros, y creyendo volvería, le estuvieron esperando, hasta que la tardanza les hizo creer se había ahogado, y así lo participaron al Maestro, y éste a su Madre María del Casar, que lloró por muerto a dicho su hijo Francisco.

El año de 1679 se apareció a los Pescadores del mar de Cádiz, nadando sobre las aguas, y sumergiéndose en ellas a su voluntad, una figura de persona racional y que queriendo arrimársele, se les desapareció el primer día; pero dejándose ver de dichos Pescadores el siguiente, y experimentando la misma figura, y fuga, volvieron a tierra contando la novedad, que habiéndose divulgado, se aumentaron los deseos de saber lo que fuese, y fatigaron los discursos en hallar medios para lograrlo; y habiéndose valido de redes que circundasen a lo largo la figura, que se les presentaba, y de arrojarle pedazos de pan en el agua, observaron, que los tomaba, y comía, y que en seguimiento de ellos se fue acercando a uno de los barcos, que con el estrecho del cerco de las redes le pudo tomar, y traer a tierra; en donde habiendo contemplado éste, que se consideraba monstruo, le hallaron hombre racional en su formación, y partes; pero hablándole en diversas lenguas, en ninguna, y a nada respondía, no obstante haberle conjurado, por si le poseía algún espíritu maligno, en el Convento de San Francisco donde paró; pero nada bastó por entonces, y de allí a algunos días pronunció la palabra Liérganes; la que ignorada de los más, explicó un mozo de dicho Lugar, que se hallaba trabajando en la referida Ciudad de Cádiz, diciendo era su Lugar, que estaba situado en la parte arriba mencionada; y Don Domingo de la Cantolla, Secretario de la Suprema Inquisición, era del mismo lugar; con cuya noticia un sujeto, que le conocía, le escribió el caso; y Don Domingo le comunicó a sus parientes de Liérganes, por si acaso había sucedido allí alguna novedad, que se diese la mano con la de Cádiz. Respondiéronle, que nada había más, que haberse desaparecido en la Ría de Bilbao el hijo de María del Casar, viuda de Francisco de la Vega, que se llamaba también Francisco, como su padre; pero que había años le tenían ya por muerto. Todo lo cual participó Don Domingo a su correspondiente de Cádiz, que lo hizo notorio en el referido Convento de San Francisco, donde se mantenía.

en orden a la circunstancia de las escamas, cuando llegó a Liérganes, tenía algunas sobre el espinazo, y como una cinta de ellas desde la nuez al estómago; pero a poco tiempo se le cayeron

Hasta aquí la relación remitida por el señor Marqués de Valbuena, la cual poco después fue confirmada en un todo por Don Gaspar Melchor de la Riba Aguero, Caballero del Hábito de Santiago, vecino del Lugar de Gajano, distante de Liérganes cosa de media legua, en respuesta a su yerno Don Diego Antonio de la Gándara Velarde, residente en esta Ciudad, que también me hizo el favor de solicitar el informe de aquel Caballero, el cual en su carta firma haber tenido algunas veces en su casa, y dado de comer al sujeto de esta historia. Así me la confirmó toda otro Caballero llamado Don Pedro Dionisio de Rubalcaba, natural del Lugar de Solares, próximo a Liérganes, que también trató muy de intento a nuestro Nadante; y a éste, en orden a la circunstancia de las escamas, debí la individuación, de que cuando llegó a Liérganes, tenía algunas sobre el espinazo, y como una cinta de ellas desde la nuez al estómago; pero a poco tiempo se le cayeron. Don Gaspar de la Riba dice en su Relación, que en algunas partes del cuerpo tenía el cutis áspero al modo de lija. Con estas dos últimas advertencias se concilia el aparente encuentro de las noticias en orden a las escamas. Los que le vieron en su arribo a Santander, pudieron afirmar con verdad, que las tenía, porque de hecho las tenía entonces; y los que le vieron después, afirmaron también con verdad, que no las tenía, porque ya se le habían caído. También algunos equivocarían el cutis áspero de algunas partes de su cuerpo con piel escamosa.”

“… Él no solicitaba la comida; pero si se la ponían por delante, o si veía comer, y se lo permitían, comía y bebía mucho de una vez, y después en tres, o cuatro días no volvía a comer: su asistencia continua era en casa de su madre; y si le mandaba llevar alguna cosa a casa de algún vecino, iba, y la entregaba puntualmente; pero sin hablar palabra, y la que más frecuente se le oía era tabaco, de que tomaba mucho, si se lo daban: también pronunciaba algunas veces pan, vino; pero si le preguntaban si lo quería, no respondía, ni por señas significaba que se lo diesen; de donde se pasó a hacer juicio había perdido la parte intelectual, quedándole solo la que se puede decir instintiva. Cuando le vi la primera vez, ya no tenía escamas, aunque sí la cutis muy áspera, y las uñas muy gastadas; aunque un anciano de aquel Lugar, hombre de muy buena razón, asegura, que cuando vino se le veían algunas escamas el pecho, y espalda; pero que luego se le fueron cayendo. Iba a la Iglesia, si veía ir a otros, o se lo mandaban; mas en el Templo de nada hacía caso, ni se le notaba atención alguna a la Misa, ni demás funciones Eclesiásticas…”

“… El tiempo, que se mantuvo en Liérganes, después que vino de Cádiz, no lo he podido indagar a punto fijo; pero por algunas probables circunstancias computo, que fue de nueve a diez años, al cabo de los cuales volvió a desaparecer, sin que nadie haya sabido, cómo, ni su paradero…”

¿Cómo lo veis? Yo…

Trigésimo día de confinamiento bajo el Teide (nevado). Los días siguen fluyendo ajenos, como en una realidad aparte que no entiende ni de felicidades ni de terrores. Sólo discurren, testigos silenciosos de nuestros laberintos interiores…

La Guancha. Jueves, 26 de marzo de 2020
Música recomendada: Strung out (Johnny Guitar Watson)

Conocí a P. hace unos años, cuando tuve el infortunio de ser ingresado en un centro sanatorial víctima de una depresión aguda. Aunque recuerdo aquel espacio de tiempo como una etapa ciertamente ominosa de mi vida, su quietud, la tranquilidad de sus ojos permanentemente abiertos y el compás sereno de su respiración fueron, acaso, más reconfortantes que el catálogo de pastillas y los pobres y recurrentes recursos verbales con que me acosaba el equipo médico. Sí, P. sufría, según los facultativos, una catatonia irreversible que le había desconectado totalmente de la realidad. P. era, a todos los efectos, un vegetal. A pesar de este terrible diagnóstico, siempre sentí una extraña corriente de comunicación con él; de hecho, incluso podía asegurar que aquel hombre, desactivado de la vida según todos, vivía en su interior algo más de lo que aparentaba. Algunos movimientos imperceptibles; una mirada fugaz; un rictus intencionado.

La mañana de mi alta, después de hacer la maleta, me acerqué a su cama para despedirme. Singularmente lúcido, me indicó con la mirada su mesilla de noche. Abrí el cajón y vi una libreta marrón. La cogí. Vi el asentimiento en sus ojos. Cuando llegué a mi casa, la abrí. Era un diario. P., al parecer, había tenido una vida de lo más normal. Mujer, un hijo, un trabajo administrativo. Seguí adelante. El estilo se hizo más inquietante a medida que iba leyendo la historia, un relato en apariencia vulgar que podría ser el de cualquiera. P. contaba sus eternos fines de semana en el sofá, junto a su mujer, tragando televisión. Sin embargo, pronto empecé a descubrir algo más. P. había desarrollado poco a poco, frente a la pantalla del televisor, una técnica personal para huir de la monotonía que lo circundaba. Primero, como si de una prehipnosis se tratara, vaciaba su mente de todo contenido, ayudado por la simpleza de los programas de tarde. Después, lentamente, iba creando su propio universo desde la nada. Con rara habilidad, aprendió a mantener, paralelamente, conversaciones banales con su mujer. A los pocos meses ya era un experto. Esperaba ansiosamente que llegase el sábado para lanzarse a secretas aventuras que, cada vez, resultaban más vívidas y reales. No le dio importancia a la dificultad creciente para reincorporarse a la otra realidad, la de su casa, la de su familia; al contrario, sin advertirlo, se iba sumergiendo más y más en su realidad, la que el mismo diseñaba en ensueños. Su vida, la del sofá infinito, estaba venciendo sin resistencia. En la última página de aquel diario, su casa y su esposa ya eran fantasía.

Me informé en la clínica del caso. Efectivamente, el ataque le había sorprendido durante un sábado por la tarde, en el sofá, frente al televisor y junto a su mujer.

¿Comprendéis por qué en mi casa no tengo televisor?

Duodécimo día de confinamiento bajo el Teide (nevado). No existen cuentos más maravillosos que aquellos que nos hechizaron de pequeños, cuando cada historia era un descubrimiento y el nacimiento de una sensibilidad ignorada. Recuerdo, con microscópico placer, algunas narraciones que poblaron mi infancia de fantasías lejanas, como aquel relato tradicional ruso, que transcribo de memoria a continuación, para revivir mis fantasmas más queridos y para compartir unas sensaciones que me resisto a olvidar.

La Guancha. Miércoles, 25 de marzo de 2020
Música recomendada: The wizard (T. Rex)

Madrecita y Padrecito, dos viejos muy viejos, vivían, alejados del pueblo, en una encantadora casita en el bosque, en mitad de las gélidas y eternas llanuras de la Santa Madre Rusia. Aquel invierno, para su desgracia, estaba siendo el más frío que recordaban, y los dos, muy juntitos, pasaban los largos días frente al hogar, intentando calentar sus corazones. No habían tenido hijos, y era duro compartir la umbría soledad de los largos inviernos rusos. Una mañana de Navidad, en que el sol parecía querer romper con sus débiles rayos el aire helado, Padrecito salió fuera y construyó una muñeca de nieve. Madrecita, al verla, se maravilló de su perfección. Le pusieron una gorra de lana y una bufanda y se quedaron, con las manos cogidas, admirando su obra. ¡Qué bella era la muñeca de nieve! Se resistían a entrar dentro de la casa, sólo querían estar con la muñeca, que acaso les recordaba la tristeza de tantos años sin la alegría de la descendencia.

Y entonces ocurrió algo sorprendente, mágico: poco a poco, la muñeca se fue transformando. Los ojos se fueron llenando de azul, unas manchas sonrosadas aparecieron en su cara… En pocos segundos, la muñeca se había convertido en una bellísima niña. Sin dar crédito a lo que veían, Madrecita y Padrecito la llevaron adentro, frente a la chisporroteante chimenea, para calentarla. Con los ojos llenos de lágrimas, casi sin hablarse para no romper el encanto, decidieron llamarla Snegúrochka, algo así como Doncella de Nieve. Y su vida cambió completamente. El frío desapareció de sus corazones, que se llenaron del amor y la ternura que les prodigaba la encantadora Snegúrochka.

Lentamente, el invierno fue cediendo en su crudeza, dando paso a la próxima primavera. Y Snegúrochka cada día estaba un poco más triste, un poco más pálida. Los dos viejecitos no sabían que hacer para alegrarle la cara y la mirada. Y llegó, por fin, la esperada primavera. La nieve empezaba a fundirse frente a la casita. Snegúrochka cada vez pasaba más tiempo fuera de casa, con los ojos fijos en la nieve que todavía cubría los árboles del bosque. Más pálida, más silenciosa que nunca. Y Madrecita y Padrecito, desconsolados, sin saber lo que le ocurría a su niña.

Una soleada mañana, con la primavera ya estallando en los prados, Madrecita fue, como cada día, a despertar a Snegúrochka. Al entrar en la habitación vio la cama vacía. Sintió un vacío en su interior y, con el corazón en un hilo llamo a Padrecito. Los dos, con los ojos húmedos, se quedaron, muy quietos y juntos, frente al charco de agua que había en el suelo.