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Arrebatos

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Undécimo día de confinamiento bajo el Teide. Tras la infinita tormenta de dos días, se levantó el telón de nubes y apareció la gran montaña completamente nevada. Y hoy luce el sol. Volemos pues sin que importe el norte…

La Guancha. Martes, 24 de marzo de 2020
Música recomendada: Lucky man (EL&P)

Tantos, tantos años volando sin ir a ningún sitio. El viejo encargado del avión del Tibidabo, viendo como los niños pasaban de largo su atracción para vivir aventuras más vertiginosas en máquinas más modernas y excitantes, pensaba en los viejos tiempos, cuando aquel avión, su avión, era la sensación del parque. Para muchos, en otras épocas, el breve recorrido circular del aeroplano de pega había sido la primera experiencia aeronáutica. Ahora, en una época de aviones supersónicos y realidades virtuales, el añejo artefacto volador era tan sólo una antigualla que ya no emocionaba a nadie. Pero, para él, constituía toda su vida. Un mundo volante que le había mostrada el panorama cambiante de la ciudad a través de los años. Un universo de recuerdos. Un espacio angosto pero lleno de ilusión, felicidad y locos sueños de países y paisajes ignotos y exóticos. Porque, irónicamente, jamás había subido a un avión de verdad. Cierto que sus hijos habían insistido muchas veces, años atrás, en llevarle con ellos de viaje; pero él prefería las vueltas a su mundo de fantasía, un mundo que vivía en el interior de la cabina, dentro de su cabeza, mientras resonaban a su alrededor los grititos excitados de los niños.

El parque de atracciones, aquella tarde previa al día de Navidad, estaba repleto de risas y colores que desafiaban al frío. Pero, a pesar de las multitudes que llenaban el Tibidabo, él seguía, solitario, junto a su adorado avión. Sólo, de vez en cuando, se acercaban algunos curiosos. En todo lo que llevaba de tarde había realizado tres viajes. Y con el aeroplano medio vacío. Además, no soportaba ver la cara de decepción y, en algunos casos, hastío que mostraban los clientes al abandonar la atracción. ¿Qué se esperaban? Seguramente, algo más parecido a una nave espacial.

Poco a poco, con la caída de la tarde y la llegada de la oscuridad, el flujo de personas empezó a disminuir. Era Nochebuena, y la mayoría se apresurarían hacia cálidas cenas en familia. Recordó, entonces, su soledad. Sus hijos estaban de viaje, y su horizonte para aquella noche no iba más allá de una vulgar cena y un empacho de especiales de televisión. Sin darse cuenta, llegó la hora de cerrar. Miró a su alrededor y ya no vio a nadie. Siempre era el último. Lentamente, cumpliendo un ritual que le había acompañado a lo largo de los años, montó en el avión para comprobar los desperfectos del día y dar una última vuelta sin testigos.

Al día siguiente, Navidad, ninguno de los responsables del parque pudo explicarlo. Se habló de robo, acaso un romántico y audaz coleccionista; de una efectista campaña de publicidad; hasta de ovnis.
Increíblemente, el avión había desaparecido.

El Teide, esta mañana. La Guancha. Tenerife. Islas Canarias. Foto: Xavier Agulló.
El Teide, esta mañana. La Guancha. Tenerife. Islas Canarias. Foto: Xavier Agulló.

Décimo día de confinamiento bajo el Teide. Acude a mi mente este cuento chino tradicional que pobló, junto a muchos otrs, mi fantasiosa infancia. Y aquí llueve y llueve en un llanto infinito…

La Guancha. Domingo, 22 de marzo de 2020
Música recomendada: Great rain (John Prine)

Había una vez un hombre, Chen Ting-Hua, durante la construcción de La Gran Muralla, que trabajaba como picapedrero. Tan duro era su trabajo, de sol a sol, que sólo llegar a su humilde choza, caía rendido en el desvencijado camastro y no despertaba hasta el alba.

Una noche, soñó…

Y soñó que era el Emperador de China. En su sueño, se vio convertido en el hombre más poderoso de la tierra, dueño de todos los destinos. Admirábase mientras paseaba por los inmensos y vacíos salones de la Ciudad Prohibida, solazábase con las primorosas obras de arte… Pronto, no obstante, comenzó a aburrirse de la soledad imperial.

Un buen día, se asomó a una de las ventanas del palacio y vio pasar un carruaje conducido por hombres en uniforme azul y dorado. En el carruaje iba un mandarín y un siervo sostenía sobre su cabeza una sombrilla dorada que lo protegía de los rayos del sol. Y todos a su paso, se inclinaban en señal de veneración.

Se dijo: “Yo pensaba que siendo el Emperador era el hombre más poderoso, pero este mandarín disfruta de la calle y todos se arrodillan ante él, mientras que yo estoy aquí en soledad. Quiero ser mandarín”.

Y al momento era un mandarín. Y estaba en un carruaje conducido por hombres con uniformes violeta y dorado. La envidiada sombrilla dorada era sostenida sobre su cabeza por un siervo también uniformado. Todo lo que su corazón había ansiado ya era suyo.

Sin embargo, no fue suficiente. Porque, a pesar de la sombrilla, el sol, al poco rato lo tenía acalorado y sudando. Miró hacia el astro y gritó enojado: “El sol es más poderoso que yo; ¡oh, si tan sólo yo fuera el sol!”.

Y fue sol, y se sintió orgulloso de su poder. Arrojaba su ardor en todas las direcciones como rayos, quemaba la vegetación de los campos y tostaba los rostros de príncipes y trabajadores por igual. Pero al poco tiempo comenzó a cansarse de su poder, porque no había nada nuevo para hacer. El descontento volvió a ensombrecer su corazón y cuando una nube cubrió su rostro impidiéndole ver más allá de sus narices se quejó: “¿Es que una nube puede anular el poder de mi ardor? ¡Una nube es más poderosa que yo! ¡Ojalá fuera yo nube, la más poderosa de todas las nubes!”.

Y nube fue, entre el sol y la tierra. Ocultó los rayos del sol y la vegetación volvió a verdecer y floreció. Durante días dejó caer agua sobre la tierra hasta que los ríos desbordaron y las plantaciones se inundaron. Pueblos enteros fueron destruidos por las tormentas y arrasados por el agua. Sólo una gran roca en la ladera de la montaña permanecía intacta. La nube quedó asombrada por la majestad de la roca y exclamó: “¿Será la roca más poderosa que yo? ¡Si tan sólo yo fuera roca, qué fuerte sería!”.

Y roca fue y se enorgulleció de su poder. Ni el calor del sol ni la fuerza de la lluvia podían conmoverla. “Esto es lo mejor del mundo”, pensó. Pero un día oyó un ruido extraño y cuando se asomó para ver de dónde provenía vio a sus pies a un picapedrero empuñando afiladas herramientas. Un temblor recorrió todo su cuerpo y un gran bloque se desprendió de él y cayó al suelo. Entonces gritó enardecido: “¿Una despreciable criatura de la tierra es más poderosa que una roca? ¡Oh, si tan sólo yo fuera un hombre!”.

Y un hombre fue, un picapedrero.
Entonces despertó.

Noveno día de confinamiento bajo el Teide. Dulce nostalgia dominical para este cuento mío que, una vez más, demuestra el bizarro poder de nuestras mentes…

La Guancha. Domingo, 22 de marzo de 2020
Música recomendada: Spinning wheel (Blood, Sweat & Tears)

Hacía frío, aquel día de principios de noviembre. Rosa sonrió al verle entrar por la puerta de la oficina, con el paso casino de siempre y la esperanza chispeando morosamente en sus ojos. “A ver si hoy hay suerte”, pensó él. Sí, quizás esta vez habría suerte. Se acercó a la ventanilla de Rosa mientras se le iban acelerando suavemente las pulsaciones. Tras la conversación banal de siempre, sin embargo, la realidad le devolvió al abatimiento. No, no había nada para él. En su cabeza ya no había lugar para la desesperación; estaba por encima de ella. Además, Rosa, eso le constaba, hacía todo lo que podía. Le gustaba Rosa. Pero qué podía hacer un hombre en paro de larga duración. Nada. Nunca se había atrevido a insinuarse. ¿Qué le hubiese podido proponer? Arrastrando los pies y con el corazón al ralentí, cruzó de nuevo la puerta de la oficina del INEM. Como cada día, se dirigió a la placita para descansar en su banco favorito. Un largo día sin nada que hacer ni sitio donde ir. Bebió agua de la fuente pública y se desparramó en el banco.

Rosa lo sorprendió al mediodía dormitando todavía en el banco. Era la primera vez que se encontraban fuera de la oficina. Sin saber cómo, se vio almorzando con ella en una casa de comidas cercana. Y no fue una invitación piadosa. Por la noche se encontraron de nuevo en casa de ella. Al día siguiente, el padre de Rosa le ofreció un trabajo en su almacén. No era mucho, pero a los tres meses su vida había cambiado. Su relación con Rosa iba viento en popa, tanto que antes de un año ya se habían casado. Él seguía progresando en el almacén, lo que les permitió meterse en la hipoteca de un pisito. A los tres años nació su primer hijo. A los cinco completaron la pareja. Cuando murió el padre de Rosa, se hizo cargo del almacén, y en poco tiempo, con mucho trabajo y la ayuda de ella, el negocio prosperó y se expandió.

Habían pasado 40 años desde aquella mañana de noviembre. El día que los dos celebraban como aniversario. Decidió, antes de ir a su despacho, pasarse por el centro y comprarle algo a Rosa. En el camino, se demoró para revisitar la oficina del INEM y la placita una vez más, como tantas veces había hecho en los últimos años. Esta vez, sin embargo, quiso sentir la vieja sensación del banco. Aparcó el coche, se acercó a la fuente, bebió un sorbo de agua y se sentó en el banco.

Aunque el sol del mediodía brillaba en el cielo, hacía frío aquel día de principios de noviembre. Al salir de la oficina para dirigirse al bar de al lado, Rosa observó una delgada figura tirada en el banco de la placita de en frente. “Debe ser él”, pensó. “¿Y si le invitase a comer?”, se dijo mientras se inundaba de una rara sensación. Se acercó al banco casi con precipitación, pero fue demasiado tarde. No hubo manera de despertarle. Había muerto con la sonrisa de siempre en el rostro.

La autopsia resultó sorprendente: había fallecido de muerte natural. De viejo.

Octavo día de confinamiento en La Guancha (norte de Tenerife, bajo el Teide). Y regreso a este exquisito cuento de las Mil y una noches porque “la vida es sueño, pero a veces los sueños sí son”.

La Guancha. Sábado, 21 de marzo de 2020
Música recomendada: Aisha (Khaled)

“Cuentan los hombres dignos de fe (pero sólo Alá es omnisciente y poderoso y misericordioso y no duerme) que hubo en El Cairo un hombre poseedor de riquezas, pero tan magnánimo y liberal que todas las perdió, menos la casa de su padre, y que se vio forzado a trabajar para ganarse el pan. Trabajó tanto que el sueño lo rindió debajo de una higuera de su jardín y vio en el sueño a un desconocido que le dijo:

-Tu fortuna está en Persia, en Isfaján; vete a buscarla.

A la madrugada siguiente se despertó y emprendió el largo viaje y afrontó los peligros de los desiertos, de los idólatras, de los ríos, de las fieras y de los hombres. Llegó al fin a Isfaján, pero en el recinto de esa ciudad lo sorprendió la noche y se tendió a dormir en el patio de una mezquita. Había, junto a la mezquita, una casa y por el decreto de Dios Todopoderoso una pandilla de ladrones atravesó la mezquita y se metió en la casa, y las personas que dormían se despertaron y pidieron socorro. Los vecinos también gritaron, hasta que el capitán de los serenos de aquel distrito acudió con sus hombres y los bandoleros huyeron por la azotea. El capitán hizo registrar la mezquita y en ella dieron con el hombre de El Cairo y lo llevaron a la cárcel y le menudearon tales azotes con varas de bambú que estuvo cerca de la muerte. A los dos días recobró el sentido, el juez lo hizo comparecer y le dijo:

-¿Quién eres y cuál es tu patria?

El hombre declaró:

-Soy de la ciudad famosa de El Cairo y mi nombre es Yacub El Magrebí.

El juez le preguntó:

-¿Qué te trajo a Persia?

El hombre optó por la verdad y le dijo:

-Un hombre me ordenó en un sueño que viniera a Isfaján, porque ahí estaba mi fortuna. Ya estoy en Isfaján y veo que la fortuna que me prometió deben ser esos azotes que tan generosamente me diste.

Ante semejantes palabras, el juez se rio hasta descubrir las muelas y acabó por decirle:

-Hombre desatinado y crédulo, tres veces he soñado con una casa en la ciudad de El Cairo en cuyo fondo hay un jardín, y en el jardín un reloj de sol, y después del reloj de sol una higuera y luego de la higuera una fuente, y bajo la fuente un tesoro. No he dado el menor crédito a esa mentira. Tú, sin embargo, engendro de una mula con un demonio, has ido errando de ciudad en ciudad, bajo la sola fe de tu sueño. Que no te vuelva a ver en Isfaján. Toma estas monedas y vete.

El hombre las tomó y regresó a su patria. Debajo de la fuente de su jardín (que era la del sueño del juez) desenterró el tesoro. Así Dios le dio bendición y lo recompensó y exaltó. Dios es el Generoso, el Oculto”.

Séptimo día de confinamiento en La Guancha (norte de Tenerife, bajo el Teide). Afuera el sol brilla con alegría mofándose de las nubes que se arremolinan en el Teide…  Y este cuento mío que espero no profetice la salida de la crisis…

La Guancha. Viernes, 20 de marzo de 2020
Música recomendada: Those lonely, lonely nights (Dr. John)

Miró, a través de la ventana, otra vez hacia la flamante piscina. Todavía le parecía mentira: allí, en su jardín, una piscina llena de agua. Mientras oía con lejano eco las risas y los chapoteos de su mujer y los niños bañándose, se vio otra vez en medio del enfurecido mar nocturno.
Le palpitaron las sienes. Había ocurrido cuando tan sólo tenía siete años, pero la pesadilla jamás le había abandonado. Fue durante un crucero en yate, con sus padres. Lo recordaba demasiado bien. Con extraña perfección, como en cámara lenta. La caída, el vértigo, la mole del barco girando por encima de él. El frío terrible del agua. La soledad eterna en mitad del caos de las olas. Afortunadamente alguien le vio caer y, tras unos minutos de eterno terror, fue rescatado milagrosamente. Pero ya nunca había podido borrar de su mente aquella tremenda sensación.
Desde entonces, sufría pavor al agua. Habían pasado 30 años y el mal sueño no había desaparecido. De casi nada habían servido psiquiatras, psicólogos, médicos. Todo había sido en vano. Nunca más se había metido en el agua. En el mar. Ni en una piscina. Pero al final había tenido que ceder a lo inevitable. Ciertamente, no tenía derecho a que su familia se viera privada de la deseada piscina. Había sido una decisión difícil. Dura. Pero lo más curioso del caso es que, una vez se decidido a construirla, todo había sido muy fácil. Raramente fácil. Una atractiva publicidad y un teléfono en el buzón. Llamó y, al día siguiente, ya habían empezado los trabajos. Al principio no sintió nada; pero cuando, por fin, se llenó el hueco de agua, volvió a vivir la opresión. Ni tan siquiera había podido acercarse aún a la piscina. Y, sin embargo, allí estaba. Supo que tendría que tomar una decisión o se volvería loco.

Esa noche, cuando ya todos estaban durmiendo, bajó sigilosamente al jardín con una angustiosa determinación. Allí estaba la piscina, fascinadoramente iluminada. El pato flotador de su hijo pequeño inmóvil en el centro del agua. Con horror contenido, se acercó a su borde. Tenía que hacerlo, se repitió. Lentamente, se despojó de la camiseta que llevaba. Y ya no lo pensó dos veces. Se lanzó furiosamente contra el agua. Sintió de nuevo aquel antiguo frío, aquel mismo amargor en la boca. Con los ojos obstinadamente cerrados y una salvaje sensación de hiperrealidad se impulsó hacia arriba.

Volvió a respirar el aire de la noche. Abrió los ojos con temor. Y se encontró de nuevo en medio del embravecido mar, en la oscuridad del océano. Ni tan siquiera pudo agarrar el patito hinchable, violentamente sacudido por las enormes olas, antes de desaparecer en la negrura abisal.

Sexto día de confinamiento en La Guancha (norte de Tenerife, bajo el Teide). Vuelve esa bruma sin forma, dejándonos en medio de una calma chicha sin norte, flotando en una nada gris y lluviosa… Y la remota historia del pintor japonés se nos antoja más que un sueño…

La Guancha. Jueves, 19 de marzo de 2020
Música recomendada: Lonely avenue (The Animals)

En una región húmeda y verde, sonriente y siempre primaveral de la inmensa China, nació el extraño pintor Notcha.
Vamos a contar una curiosa historia de ese pintor chino que, en tiempos ya lejanos huyó del palacio imperial sin que nunca nadie haya sabido de él.
Su vida de niño había sido siempre alegre entre prados y blancos árboles floridos. ¡La aldea, la dulce aldea, sus viejos padres campesinos, el río transparente entre cañaverales de bambú…!

Aquello era todo su gozo y toda su vida. Hasta cuando dormía sonreía soñando en la luz de cristal de sus campos.
Desde muy pequeño dibujaba los peces y los pájaros en las piedras lavadas del río, y los rebaños y pastores en las maderas de los establos. El yeso y el carbón eran lápices mágicos en sus manitas de niño.
Notcha creció. En las alquerías y en los pueblos próximos todos hablaban de Notcha. Mucha gente venía por los caminos para ver las obras preciosas del joven artista. La fama de su mérito fue creciendo, hasta llegar al palacio del emperador.

Un día el emperador llamó a Notcha. Notcha se arrodilló tres veces ante el Hijo del Cielo, y tocó tres veces el suelo con su frente. El Emperador le dijo:
-Te quedarás aquí y trabajarás para adornar los corredores y los salones del palacio. Ya he mandado que te preparen en una de las salas, tu taller, bien provisto de colores y lacas y ricas maderas. Tu vida cambiará desde hoy. Ya no volverás al lugar donde naciste.

Notcha estaba triste. Ya no podría ver su casa en la dulce aldea blanca de árboles florecidos a la orilla del río tembloroso de brisa. Tendría que contentarse con soñar la alegría del campo en las cerradas salas de palacio decoradas con barbados dragones de piedra.
Trabajaba sin descanso para agradar al Emperador. Sus pinturas llenaban los biombos lacados. Las puertas de madera y de hierro y los muros de los templos y salones imperiales. Pero su pensamiento volaba hacia las bellas tierras húmedas donde había vivido feliz.

Notcha había hecho su mejor obra; la que llevaba siempre en su pensamiento y en su sueño. A él no le parecía una pintura de su región, sino su región misma recogida en el cuadro como un milagro

Un día Notcha pintó un gran cuadro maravilloso: el transparente cielo de su infancia, el campo, los prados, el puentecillo de estacas en el río bordeado de bambúes y enebros, la blanca aldea a lo lejos entre vuelos de patos salvajes, un rojo sol de aurora y un verde limpio de yerba húmeda.
Un gran cuadro maravilloso, acudían a verlo príncipes y mandarines. Colgado en un lujoso salón del palacio, parecía una ventana abierta en el recio muro frente al más delicioso y sereno paisaje campesino.
Notcha había hecho su mejor obra; la que llevaba siempre en su pensamiento y en su sueño. A él no le parecía una pintura de su región, sino su región misma recogida en el cuadro como un milagro. Por eso habría pasado largas horas frente a él aspirando su aire limpio y fragante, pero el pintor esclavo no podía entrar en las grandes salas destinadas a fiestas y recepciones de príncipes y nobles. Él había de vivir en su taller olvidado de todos.

Notcha espiaba siempre para poder ver su cuadro a través de las puertas entreabiertas. Un día, ausentes guardianes y criados, entro muy despacio, descolgó el campo verde y se lo llevó por corredores oscuros para esconderlo en su taller donde podía contemplarlo ilusionado.
La voz de alarma resonó imponente en el palacio y se extendió por toda la ciudad. La pintura maravillosa había desaparecido. El Emperador estaba furioso y amenazador. Mil soldados buscaron al ladrón. Llegaron a todas las casas y a todos los rincones. Por fin hallaron el cuadro en el taller de Notcha, escondido detrás de un gran tibor entre tablas y lienzos.
El Emperador mandó encarcelar a Notcha y le ordenó que siguiera pintando cuadros en la prisión para adornar su palacio.
Notcha no podía pintar. Le faltaba luz a sus ojos y alegría a su alma.
Entonces lo llamó el Emperador y le dijo:

-Vendrás otra vez a vivir y a trabajar en palacio. Para que te contentes te dejaré a solar con tu cuadro unos momentos cada día, pero si intentas algo que pueda enojarme serás castigado sin compasión.

Notcha continuó su trabajo. Cada día se le ensanchaba el alma de esperanza frente al campo libre de su verde país. Después seguía sufriendo la pesada tristeza del palacio imperial.
Un día ya no pudo resistir más, se encontraba solo en la amplia sala, ante el paisaje suyo, mirándolo con grandes ojos muy abiertos. Su aldea, su aldea verde y luminosa; ancho el campo para correr sin llegar al fin, para abrazarse a los árboles, para cantar con el viento y oír su murmullo en los cañaverales de bambú…, para huir de este otro mundo negro y pesado como una cárcel. Sí, ancho el campo, allí cerca, blancos de prados, para pisarlo para correr allá con los brazos abiertos como alas…Y Notcha se acercó, se acercó, dio un pequeño salto, se metió en el cuadro, en el campo, en los prados, sin buscar los caminos, corriendo, corriendo, sin descanso, alejándose, haciéndose poco a poco pequeño, pequeñito, hasta perderse en el horizonte azul…

Cuando los guardianes entraron para retirar a Notcha no lo encontraron. El emperador se enfureció. Era imposible que hubiera salido de allí sin ser visto. Un sabio mandarín encontró la explicación del misterio.
Notcha había huido por el cuadro, metiéndose y corriendo por el paisaje que había pintado. Aún se veían las huellas de sus pisadas en la hierba húmeda de los prados.

Quinto día de confinamiento en La Guancha (norte de Tenerife, bajo el Teide). Hoy el sol parece más hospitalario a pesar de la pegajosa promiscuidad de las nubes bajas. Un buen día para leer esta metáfora del encierro que escribí hace unos años…

La Guancha. Miércoles, 18 de marzo de 2020
Música recomendada: Let’s stick together (Bryan Ferry)

Estaba a punto de entrar en el portal de su casa cuando sintió un extraño cosquilleo en la nuca. Se giró, pensando que había alguien observándolo por detrás, pero no, la calle estaba vacía. Y oscura. Debía ser el propio cansancio tras un largo día de trabajo. Mecánicamente, puso la mano en el bolsillo de su pantalón en busca de su llavero cuando algo le llamó la atención más allá del rabillo de su ojo.

Una luz mortecina, al otro lado de la calle. Ahí no había nada. Volvió a girar su cabeza para cerciorarse. Y, en efecto, allí estaba la luz. Surgía de un viejo local que… que siempre había recordado cerrado. ¡Qué extraño! Puso la llave en la cerradura pero, a pesar de sus ganas de llegar a la cama, su mirada se desvió de nuevo hacia el otro lado. Parecía que la tienda estaba todavía abierta. Volvió a guardar las llaves y atravesó la calle en dirección a la luz. Efectivamente, la tienda estaba abierta. Era un anticuario. Inexplicable. Llevaba 20 años viviendo en aquel barrio y jamás se había dado cuenta de que allí había un anticuario. No; realmente es que allí nunca había habido una tienda abierta. Sea como fuere, entró: más que un anticuario, aquello parecía el almacén de un trapero. A los pocos segundos, mientras sus ojos resbalaban por muebles viejos, cuadros polvorientos y candelabros anacrónicos, apareció un viejo sonriente y solícito. No, no quería comprar nada, sólo había entrado por curiosidad. ¿Cuándo había abierto? Sin responder claramente, el viejo le llevó hacia un viejo aparador de cristal. Dentro había, entre diversos objetos de adorno, una vieja bola de agua de esas que se agitan y crean afecto de nieve. La miró fijamente. Sintió una rara sensación en el estómago. Dentro de la bola se escenificaba una habitación, exactamente igual que la suya. Cerró los ojos y volvió a mirar. Exactamente igual que la suya.

Ya en su casa, metido en la cama, observó con atención la bola. ¡Qué singular! La agitó y los pequeñitos copos de nieve llenaron morosamente la esfera, cayendo lentamente sobre los diminutos muebles. Otra cosa que no entendía: no había agujero por dónde meter el agua. ¿Cómo lo habrían hecho? Desde luego, era una verdadera obra de arte. La depositó en su mesilla de noche y se durmió.

Se despertó, violentamente, de madrugada. Todo se movía. Intentó salir de la cama sin conseguirlo. Y, de repente, empezó a nevar en la habitación.

Cuarto día de confinamiento en La Guancha (norte de Tenerife, bajo el Teide); la bruma aguarda tras las cristaleras del salón en este norte frío e inconcreto, con el puerto de partida ya olvidado y sin horizonte ni destino. Naufrago en esta pesada niebla que lo envuelve todo, el tiempo gira loco, sin timón…

Segundo día de confinamiento en La Guancha y, antes de comenzar con el diario gastronómico, con los últimos restaurantes visitados y apuntados en mi cuaderno, y porque es domingo, no me resisto a un segundo cuento, esta vez mío. Espero que os alegre el día a los que estáis varados entre cementos y asfaltos. Yo, persiguiendo mis viejos sueños tropicales, si he de pringar, será aquí, con las palmeras puestas.